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La organización de la comunidad portadora en la implementación de planes de salvaguarda para el PCI

La organización de la comunidad portadora en la implementación de planes de salvaguarda para el PCI
Guardia de acción - Comunidad del Swing Criollo

La salvaguardia del patrimonio cultural inmaterial (PCI) constituye uno de los mayores desafíos contemporáneos en el ámbito de las políticas culturales y la gestión comunitaria. Desde la adopción de la Convención para la Salvaguardia del Patrimonio Cultural Inmaterial de la UNESCO (2003), los Estados Partes han asumido el compromiso de garantizar la continuidad de los saberes, prácticas, expresiones y manifestaciones culturales vivas que configuran la identidad de los pueblos. Sin embargo, la verdadera fuerza de la salvaguardia no reside únicamente en las estructuras estatales o institucionales, sino en la organización de las comunidades portadoras: aquellas que mantienen, recrean y transmiten los elementos culturales que dan sentido a su existencia.


Debemos de analizar este proceso de organización comunitaria en torno a la implementación de un plan de salvaguarda del patrimonio cultural inmaterial, abordando las dinámicas internas, las estrategias colectivas, los retos de articulación con el Estado y los impactos sociales que emergen de este proceso. Considerando la premisa de que la salvaguardia no es un acto técnico o administrativo, sino un proceso de empoderamiento cultural que reconoce la voz de las comunidades como protagonistas y al Estado como acompañante, facilitador y garante de sus derechos culturales.


La comunidad portadora es el núcleo vital del patrimonio cultural inmaterial. Según la definición de la UNESCO, se trata de los grupos, colectivos o individuos que reconocen una manifestación como parte integrante de su identidad cultural. No obstante, más allá de una categoría técnica, el concepto implica una dimensión política y social: reconocer quién porta el patrimonio es reconocer quién tiene la autoridad sobre su gestión y transmisión.


Las comunidades portadoras pueden ser diversas en su composición, rurales o urbanas, indígenas o mestizas, tradicionales o contemporáneas, pero todas comparten la característica de ser depositarias de un saber vivo. La danza, la música, la medicina tradicional, las técnicas artesanales, los rituales o las festividades son expresiones que no existen en abstracto; están encarnadas en personas, memorias y territorios específicos.

La identificación de la comunidad portadora constituye el primer paso en el proceso de salvaguardia. Sin embargo, no basta con reconocerla; es necesario fortalecer sus estructuras internas de organización. La autonomía cultural es fundamental para que la comunidad asuma el liderazgo en las decisiones sobre cómo preservar, revitalizar o transmitir su patrimonio. De esta manera, la comunidad deja de ser un objeto de estudio o intervención, y se convierte en sujeto activo de políticas culturales.


La organización comunitaria: base del proceso de salvaguardia

Organizar la comunidad portadora es un proceso complejo que implica articular voluntades, conocimientos y afectos. La organización puede tomar diversas formas: comités locales, asociaciones culturales, comisiones, cooperativas, consejos de sabios, grupos de baile o colectivos juveniles. Lo esencial es que exista un espacio de participación horizontal, donde las decisiones se tomen de manera colectiva y donde la diversidad de voces sea reconocida.


La organización comunitaria cumple varias funciones clave dentro de la implementación de un plan de salvaguarda:

  1. Representación y legitimidad: permite que la comunidad tenga una voz unificada ante las instituciones estatales o internacionales, evitando fragmentaciones y disputas internas.

  2. Gestión y planificación: facilita la coordinación de acciones concretas, como talleres, registros, transmisiones intergeneracionales o festivales.

  3. Transmisión de saberes: crea condiciones para que los conocimientos tradicionales se compartan entre generaciones.

  4. Autonomía cultural: fortalece la capacidad de la comunidad para tomar decisiones sobre su propio patrimonio.


La experiencia demuestra que los procesos de salvaguardia son más sostenibles cuando nacen desde dentro de la comunidad y no cuando son impuestos desde una estructura externa. Por ello, la organización comunitaria debe responder a la lógica propia del grupo: su ritmo, su lenguaje, su forma de entender el mundo.


Etapas del proceso organizativo

El proceso de organización comunitaria para la salvaguardia puede entenderse como un camino de varios momentos interrelacionados:

a) Identificación y sensibilización

Todo proceso comienza con el reconocimiento del valor del patrimonio. En esta etapa, se realizan reuniones, conversatorios o actividades que permiten a los miembros de la comunidad reflexionar sobre lo que los identifica. Este momento es también una oportunidad para revalorar prácticas que pudieron haber sido marginadas o estigmatizadas, otorgándoles un nuevo sentido de orgullo y pertenencia.

b) Diagnóstico participativo

Aquí se analizan las condiciones actuales de la manifestación: quiénes la practican, en qué espacios, con qué recursos, qué amenazas enfrenta y qué oportunidades existen. Este diagnóstico no debe ser un ejercicio técnico hecho por expertos externos, sino una construcción colectiva de conocimiento, donde la comunidad describe su realidad con sus propias palabras.

c) Creación de estructuras organizativas

Con base en el diagnóstico, la comunidad puede formalizar o fortalecer sus estructuras. En algunos casos se crean asociaciones o comités que representen a los portadores ante las instituciones públicas. En otros, se consolidan formas tradicionales de organización (consejos comunales, cabildos, cofradías). Lo importante es que estas estructuras sean legítimas y funcionales para la comunidad.

d) Planificación colectiva

En esta etapa se diseñan los planes de acción que conformarán el plan de salvaguarda. La comunidad define sus objetivos, estrategias, actividades, responsables y cronogramas. Este ejercicio no solo tiene un fin operativo, sino que constituye un proceso pedagógico en sí mismo: enseña a planificar, coordinar y tomar decisiones colectivas.

e) Implementación y acompañamiento

La ejecución del plan requiere recursos, coordinación y seguimiento. Aquí es donde la relación con el Estado y las instituciones culturales se vuelve crucial. La comunidad implementa las acciones, mientras que el Estado acompaña, facilita y garantiza condiciones adecuadas (financieras, logísticas, legales o técnicas).

f) Evaluación y sostenibilidad

Finalmente, se evalúan los resultados y se proyecta la continuidad de las acciones. La sostenibilidad depende de que la comunidad mantenga viva su organización y su sentido de pertenencia. Más que proyectos de corto plazo, los planes de salvaguarda deben generar procesos de largo aliento que integren la vida cotidiana del grupo.


El Estado como acompañante: hacia un nuevo paradigma de relación

La implementación de los planes de salvaguarda ha impulsado un cambio profundo en la manera en que el Estado se relaciona con las comunidades. Tradicionalmente, las políticas culturales se basaban en modelos verticales: el Estado planificaba, ejecutaba y evaluaba, mientras las comunidades eran receptoras pasivas. La Convención de 2003 introdujo un nuevo paradigma: el Estado ya no actúa como “tutor” del patrimonio, sino como acompañante y garante de derechos culturales.


Este acompañamiento se materializa en diversas formas:

  • Asesoría técnica: apoyo en la formulación de proyectos, registro audiovisual, documentación o capacitación en gestión cultural.

  • Financiamiento y recursos: fondos concursables, convenios de cooperación o becas para portadores y jóvenes aprendices.

  • Articulación institucional: conexión entre distintas entidades públicas (educación, cultura, turismo, desarrollo local) para asegurar un abordaje integral.

  • Reconocimiento legal: inclusión de las comunidades portadoras en los marcos normativos nacionales y en los inventarios de PCI.


Sin embargo, el acompañamiento estatal debe cuidar no caer en el paternalismo ni en la burocratización del proceso. El reto está en equilibrar la autonomía comunitaria con la responsabilidad pública. Un Estado acompañante escucha, facilita y respeta los ritmos culturales; no impone formatos o cronogramas que desconecten el proceso de la realidad social de los portadores.


Desafíos y tensiones en el proceso de implementación

Aunque el ideal de participación y corresponsabilidad es claro, la práctica revela múltiples desafíos:

a) Desigualdades internas y representatividad

En toda comunidad existen diferencias generacionales, de género, territoriales o de poder. La organización debe garantizar espacios donde todas las voces sean escuchadas, especialmente aquellas históricamente marginadas. La participación efectiva de mujeres, jóvenes o minorías étnicas fortalece la legitimidad del proceso.

b) Burocratización del acompañamiento estatal

Los trámites administrativos, los requisitos técnicos o los plazos institucionales pueden dificultar la implementación. Es necesario diseñar mecanismos de gestión flexibles y adaptados a la realidad comunitaria, no al revés.

c) Continuidad y sostenibilidad

Muchos proyectos dependen de recursos temporales o de liderazgos personales. Para garantizar la sostenibilidad, se requiere fortalecer la institucionalidad comunitaria y vincular los procesos a políticas públicas permanentes.

d) Tensión entre tradición y cambio

El patrimonio vivo evoluciona. Sin embargo, algunas visiones conservadoras pueden ver en el cambio una amenaza. La salvaguardia no debe “congelar” las manifestaciones, sino acompañar su transformación sin perder autenticidad.

e) Mercantilización del patrimonio

Cuando las expresiones culturales se insertan en el mercado turístico o artístico, pueden perder su sentido comunitario. El reto está en equilibrar el valor económico con el valor simbólico y social.


La participación intergeneracional como eje de continuidad

Uno de los pilares de la salvaguardia es la transmisión entre generaciones. Las comunidades portadoras deben integrar mecanismos para que niños y jóvenes participen activamente en las prácticas culturales, no como observadores, sino como aprendices y futuros custodios. Talleres, escuelas de saberes, festivales comunitarios o programas educativos son espacios ideales para fortalecer este vínculo.


El Estado puede colaborar mediante programas de educación patrimonial que reconozcan los conocimientos tradicionales dentro del sistema educativo formal. No obstante, la transmisión más efectiva ocurre en los contextos cotidianos: en las casas, los talleres, los espacios de celebración. Por ello, la dimensión afectiva y relacional del patrimonio es tan importante como la técnica o la documental.


La documentación del patrimonio cultural inmaterial cumple una función doble: preservar la memoria y fortalecer la visibilidad. Los registros audiovisuales, los inventarios comunitarios, las publicaciones y los archivos digitales son herramientas valiosas, siempre que se desarrollen con el consentimiento y la participación activa de los portadores.

La visibilidad, por su parte, contribuye a la valoración social del patrimonio. Ferias, festivales, exposiciones o campañas de comunicación ayudan a que la comunidad se reconozca y sea reconocida. Sin embargo, la visibilidad no debe sustituir a la práctica viva. Documentar o mostrar no equivale a mantener el patrimonio: la verdadera salvaguardia está en seguir practicando, enseñando y viviendo la manifestación.


Más allá de los procedimientos, la salvaguardia requiere una ética compartida. Tanto el Estado como las comunidades deben actuar desde principios de respeto, reciprocidad y corresponsabilidad. El acompañamiento estatal debe reconocer la soberanía cultural de las comunidades, mientras que estas deben asumir el compromiso de abrir espacios de participación transparente y de rendición de cuentas.


La ética del acompañamiento implica también reconocer los tiempos culturales, que no siempre coinciden con los plazos administrativos. La prisa institucional puede atentar contra la madurez de los procesos comunitarios. Escuchar, dialogar y construir conjuntamente son actos políticos que requieren paciencia y sensibilidad intercultural.


El proceso de organización de la comunidad portadora para la implementación de un plan de salvaguarda no es una meta en sí misma, sino un camino de construcción colectiva. En él se entrelazan el pasado y el futuro, la tradición y la innovación, la memoria y la esperanza. Cuando la comunidad se organiza, fortalece su identidad, su autoestima y su capacidad de incidir en su propio destino cultural.


El Estado, por su parte, tiene la responsabilidad de crear condiciones propicias para que esta organización florezca: facilitando, no dirigiendo; acompañando, no sustituyendo. La verdadera salvaguardia ocurre cuando el patrimonio se vive con orgullo, cuando los jóvenes heredan los saberes de sus mayores, cuando los espacios comunitarios se convierten en escuelas de identidad y convivencia.


En última instancia, salvaguardar el patrimonio cultural inmaterial es salvaguardar la diversidad de la experiencia humana. Cada danza, canto, oficio o ritual encierra una forma de entender el mundo. Organizarse para protegerlo no es solo un acto cultural, sino un acto de dignidad y resistencia frente a la homogeneización global.



Bibliografía consultada

  • UNESCO (2003). Convención para la Salvaguardia del Patrimonio Cultural Inmaterial. París.

  • UNESCO (2016). Directrices Operativas para la Implementación de la Convención del 2003. París.

  • Arizpe, L. (2015). El patrimonio cultural inmaterial: un desafío de política pública. Fondo de Cultura Económica.

  • Kurin, R. (2004). Safeguarding Intangible Cultural Heritage in the 2003 UNESCO Convention: a critical appraisal. Museum International, 56(1-2).

  • Smith, L. (2006). Uses of Heritage. Routledge.

  • Blake, J. (2009). UNESCO’s 2003 Convention on Intangible Cultural Heritage: the implications of community involvement in “safeguarding.” In Int. J. of Int’l Law, 56(1).

  • Ministerio de Cultura y Juventud de Costa Rica (2022). Lineamientos para la elaboración de planes de salvaguarda comunitarios del PCI.

  • Hernández, M. (2020). Cultura viva comunitaria: participación, identidad y transformación social. FLACSO.

  • Martorell, A. (2018). El Estado acompañante: nuevas perspectivas para la gestión del patrimonio cultural inmaterial en América Latina. Revista Patrimonios, 12(2).


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